Acabo de encargar nuestro plato de fiambre. Como a mí me gusta. Como lo aprendí a comer en casa de mi abuela Rosa, mi inolvidable Api. Blanquito, blanquito, con todas las verduras coloridas y frescas: zanahoria, coliflor, arvejas, ejotes, pacayas tiernas, bruselitas, repollo, habas verdes; también garbanzos y frijol blanco. De carnes, ni hablar: pollo, embutidos, lengua salitrada, camaroncitos y sardinas “sólo de adorno, igual que las remolachas”, decía mi abuela. Y claro, el maravilloso caldillo con aceite de oliva. Y el vinagre. Con hojas de laurel, tomillo y pimienta negra. Chiles morrones en tiras, un chamborote en el centro de cada plato, espárragos, rábanos, rodajas de huevo duro y queso seco, para colocar encima como adorno, todo sentado sobre hojas de lechuga.
Recuerdo muy bien la ansiedad que inundaba a mis parientes cuando se acercaba el 1° de Noviembre. Todos hablaban nada más que de comer y sobre la espalda de Api recaían los gustos e ilusiones culinarias de todos. Ella iba al mercado y volvía con enormes canastos llenos de verduras. La ayudaba “en la picada” Celia, su eterna y leal cocinera, además de mi madre y alguna otra voluntaria que se adhiriera al trabajo forzado. Los hombres no hacían más que asomarse a la puerta del comedor a dar vistacitos furtivos, como para asegurarse que las mujeres no se habían aburrido y hubieran abandonado el trabajo. Como eran los hombres de antes y todavía lo son algunos cuantos… Aunque he conocido familias en las que hombres y mujeres trabajan juntos para este día especial.
Cuando ya la receta se había terminado de hacer y todo estaba listo (el 31 de octubre), mi abuela llamaba a mi padre, su yerno, para que diera su visto bueno al fiambre. Mi viejo volaba a su casa, como un niño al que le esperaba un juguete ansiosamente anhelado, para comerse el primer platillo y dar su veredicto. Por supuesto, siempre fue el mismo: ¡está delicioso, Rosita!
Así que al día siguiente veíamos trajinar a Api en la repartición: habían sobre la enorme mesa del comedor infinidad de trastos con pequeños trozos de esparadrapo en donde se habían escrito los nombres de los parientes y amigos con quienes se compartiría el fiambre y a eso de las 11:30 de la mañana, empezaban a asomarse todos ellos para recoger su vianda y salir con la alegría pintada en el rostro. ¡Fueron muchos años de ver correr la misma película!
Cuando Api ya no pudo cocinar y dejó de hacer su fiambre, entonces papá decidió que comeríamos el de su hermana. Difícil decisión. Porque también había una amiga de la familia que lo hacía y muy bueno, salvo que ella cortaba las verduras en trozos muy grandes y eso violentaba nuestra vista. Sin embargo, era delicioso… ¡y blanco! Lo difícil de comer fiambre de mi tía se debió a que ella lo hacía rojo. Cada año, ella y mi padre entraban en la misma discusión: “Está muy rico, m’ija, pero tiene remolacha…”, decía él. Y ella respondía: “¡Es que así tiene que ser!” Y bueno, al final lo comíamos y nos dimos cuenta que el sabor era tan bueno como el otro, aunque un poquito más dulzón, claro, por las remolachas.
Con los años, en una ocasión que conversaba con un sobrino, le pregunté por el color de fiambre que comían. Me respondió: “Como lo comemos todos en la familia” y yo pensé: “¿Quiénes?, porque yo lo como blanco”. Sin embargo, me dijo que blanco, pero que le agregaban miel. Hasta hoy no se me quita el susto. Aunque sé que muchas personas lo hacen ¡y les encanta!
Creo que los chapines no nos pondremos de acuerdo jamás en si el plato original fue blanco o rojo. Finalmente, ¡qué importa! Lo único importante es que es una maravillosa ocasión para hacer brotar el sentido de unión, la colaboración y la dadivosidad. Una ocasión para celebrar las enseñanzas de vida que nos dejaron los que ya no están y a quienes recordamos muy especialmente el 1° de Noviembre, cada año, al comer nuestro fiambre favorito.