Corrían los 60’s. Tanto mis padres como abuelos pensaban que “los Utatlanes” (I y II) estaban muy, muy lejos del centro que era donde en esa época se concentraba el comercio de la ciudad, con apenas algunas tiendas o supermercados en las otras zonas. A pesar de la distancia -¡que ahora es risible!- nos mudamos a “Utatlán II”.
Mis hermanas y yo todavía estudiábamos y prácticamente todos los colegios privados tenían servicio de bus a la colonia, aunque las rutas 10 de Mixco y la 15 Directo -de Cotió a la zona 6 de Guatemala- cumplían con el servicio en este recorrido. Por las mañanas, para entrar a estudiar a las 7:00, era necesario “tomar” la camioneta de las 6:10. En ella nos encontrábamos con estudiantes de los más variados centros educativos ubicados en la zona 1: el Instituto Central de Varones, la Escuela de Comercio de la 10a. avenida, el IGA -que en ese entonces estaba en la 9a. calle entre 8a. y 9a. avenidas-, el Belga, el Sagrado Corazón, el San Sebastián, Belén… El entusiasmo juvenil por el encuentro con amigos y amigas en ese viaje, era un aliciente para la levantada temprano. Muchos ojos brillantes y felices recibían nuestra llegada a la camioneta y era muy común, entonces, que los patojos se levantaran para darle lugar a las patojas, quienes entonces retribuíamos la gentileza llevándoles los libros. Las mochilas no habían aparecido en esos días.
Pero volvamos a Utatlán II. Era la única colonia que contaba con su propio supermercado, lo que la hacía un lugar muy agradable y práctico para vivir. Aunque no teníamos un templo religioso, muy pronto se organizaron las familias católicas para recaudar fondos y construir “la Iglesia”. Entre otras actividades, los jóvenes hicimos repasos que empezaban a las 3:00 de la tarde y concluían a las 8:00 de la noche, con discos longplay que cada uno de nosotros llevaba para compartir y poder bailar toda la tarde, uniéndosenos amigas y amigos de otras colonias cercanas: Utatlán I, la Centro América, Kaminal Juyú, Lomas de Pedregal, Mirador… También se organizaron kermeses con los juegos de rigor: bingo, tiro al blanco, aros, rueda de Chicago, carrousel; sin faltar la venta de comida que muchas amas de casa aportaron gustosas para también recaudar fondos. Los chuchitos, enchiladas, buñuelos, torrejas, pasteles, helados, aguas gaseosas, algodones de azúcar y más golosinas fueron vendidas sin problemas. Esas actividades transcurrieron entre risas y alegría, hasta completar el valor del edificio que, lamentablemente, colapsó para el terremoto de febrero de 1976. Fue reconstruido sobre las bases del primer templo y es el que ahora todos conocemos, la Parroquia del Divino Redentor.
Otros lugares dignos de mención en “la colonia”, eran las tiendas de barrio que nos abastecían de productos menores, de golosinas o compras de emergencia durante el fin de semana que el supermercado estaba cerrado. Entre esas tiendas estaban la de Chichilo, la Santa Martha, la de don Arturo, la de don Otto, la Sonrisita. También tuvimos por algunos años las frutas congeladas Pepe’s que se vendían en la tercera calle frente a la Sonrisita y que nos volvían locos a todos con las riquísimas naranjas rellenas de helado y los deliciosos trozos de coco con helado de leche y guindas, nuestros favoritos.
En Utatlán II había tal tranquilidad, que los grupos de amigos y amigas salíamos por la madrugada a darles serenata a las mamás que estuvieran cumpliendo años o para el Día de la Madre. De los cuatro puntos cardinales llegaban patojas y patojos y nos uníamos para, con las guitarras de un par de muchachos y las voces de los demás, despertar a la cumpleañera -y al vecindario completo- entre cantos y cohetes a las 5:30 de la mañana.
En una ocasión, en el parqueo del supermercado, las gelatinas y flanes Royal pusieron un carrousel que fue la novedad de la patojada. Desde niños chiquitos hasta adolescentes de vacaciones, todos subimos “a dar un colazo” en él… y nunca hubo quejas de nadie ni corrimos riesgos ni peligros.
Pero todo llega a su final. Con el término de los estudios de nivel medio y el inicio del tiempo de trabajar, nuestro enorme grupo de amigos se fue separando. Los años pasaron, muchos se fueron, otros tantos se nos adelantaron en el camino que lleva al final de esta vida, algunos emigraron. Sin embargo, cada vez que paso por mi antigua colonia, afloran los recuerdos. Y, estoy segura, para mí no existirá una colonia mejor que Utatlán II.